sábado, 20 de junio de 2009

La mentira

"A Nixon lo hubiésemos nombrado presidente vitalicio por demostrar sus dotes de político ‘tiguere’."
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La costumbre de mentir ha sido considerada desde tiempos inmemoriales como defecto del carácter, sobre todo cuando nos referimos al hombre común en sus relaciones cotidianas, sean éstas familiares o sociales. No es lo mismo mentir a los hijos, a los padres, a la pareja, a los amigos o compañeros de trabajo, o a nuestros superiores, que hacerlo como herramienta de conquista, seducción o competencia en los negocios o en la política. Difícil es, sino imposible para un hombre ordinario, aceptar las mentiras de su mujer o de sus hijos. También difícil sino imposible es imaginar a un político que no lo haga o a un vendedor que no mienta sobre las bondades de su producto; o a un enamorado que no le pinte “pajaritos en el aire” a la mujer que pretende. Todos sabemos de estas mentiras y las aceptamos como “normales”, porque ¿quién no comprende al médico que en su lecho de muerte le dice a su paciente que “luce mejor” y que cree que va a comenzar a mejorar?

La tolerancia de las sociedades para aquellos que tienen el hábito de decir mentiras fuera de los contextos considerados aceptables o “normales”, con frecuencia de forma innecesaria, es variable. Para mucha gente de una sociedad como la de República Dominicana, constituida mayoritariamente por personas con escaso desarrollo educativo y limitada formación familiar, moral y social, el mentiroso, en especial si muestra habilidades y osadía para hacerlo, y algún grado de éxito, puede representar una forma de héroe y por tanto de modelo a seguir. El “tigueraje” dominicano es un buen ejemplo de estas habilidades desarrolladas como instrumento de subsistencia social y económica, y no son pocos los que ven al “tiguere” hasta con envidia por su anhelo de remedarlo. O como el “muelú”, aquel engendro nuestro que por su increíble talento para envolver a los demás en sus engaños (con sus grandes “muelas”, entendidas como capacidad de convencimiento) se ha ganado el prestigio de una cantidad extraordinariamente elevada de dominicanos, sobre todo en sus capas socialmente más bajas. La mentira puede tener por tanto en nuestro país, y en muchas naciones como la nuestra, una valoración social positiva, en contraposición con la verdad, que en este contexto pierde, de manera obligada, aprecio social.

Al parecer no pasa lo mismo en sociedades más desarrolladas (o sencillamente desarrolladas) que la nuestra.

En los Estados Unidos, para citar un ejemplo, más de un funcionario encumbrado ha perdido su puesto por la “simpleza” de haber mentido alguna vez sobre asuntos relacionados hasta con su vida privada. O de habérsele demostrado alguna forma de engaño o de defraudación de la confianza del electorado. Richard Nixon perdió la presidencia por haber mentido y engañado y Bill Clinton se salvó en tablitas por mentir sobre sus debilidades genitales. Probablemente fue la mentira sobre la amenaza que representaba para su país Saddan Hussein, más que la propia crisis económica, lo que sembró a G.W. Bush y a su gobierno en el profundo descrédito que le costaron el Poder al Partido Republicano y que permitieron, en un contexto político sin precedentes en esa nación, la llegada al Poder de Barack Obama.

Por estas diferencias en la valoración social de la mentira y la verdad que tienen países como la República Dominicana en comparación con otros desarrollados como los Estados Unidos es que vemos cómo muchos políticos aspirantes a posiciones importantes como la Presidencia de la República, por ejemplo, se adelantan a confesar, durante la campaña electoral, sus pecados de juventud, como fueron los casos de Clinton y Obama al relatar en entrevistas realizadas antes de la elección, sus debilidades juveniles en el consumo de mariguana u otras drogas. Esta confesión de la verdad les acreditaba respaldo ante los electores norteamericanos y al mismo tiempo se eliminaba la posibilidad de aparecer como mentirosos y poco creíbles si después esos antecedentes eran develados.

Muy distinto a lo que ocurriría en nuestro país, donde un Clinton sería masivamente votado en sucesivas elecciones como premio a su comportamiento como un “machazo”, “muelú”, y “tiguerazo”. A Nixon lo hubiésemos nombrado presidente vitalicio por demostrar sus dotes de político “tiguere”.

Esta inversión de valores que afecta a nuestros países atrasados también explica la incomprensión de muchos dominicanos ante los casos de los peloteros dominicanos sometidos o investigados por las autoridades norteamericanas por haber mentido sobre su consumo de esteroides. La sociedad norteamericana, paradigma en muchos renglones relativos al desarrollo, también lo es en el mantenimiento y defensa de muchos valores que nosotros no hemos sido capaces de imitar, lo cual no significa que sean santos, sobre todo en lo referente a sus intereses geopolíticos o capitalistas, ante los cuales con demasiada frecuencia se hacen los locos y practican una especie de tigueraje dominicano.

La familia tradicional norteamericana y europea conserva y defiende, sin embargo, valores tradicionales como son la verdad, la lealtad y la familia (lo cual tampoco es absoluto), y gobierno, políticos y medios de ese país, que por conveniencia no están en disposición de practicar estos valores, están conscientes de esa realidad y se esmeran en guardar las apariencias.

Con una simple puesta sobre rodillas, confesión de la verdad, un Padre Nuestro, dos Ave Marias y un par de golpes en el pecho, como han hecho algunos peloteros y el nadador Michael Phelps, el perdón está garantizado ante la tradicionalista sociedad norteamericana.

Es la diferencia entre la verdad y la mentira. Allá y aquí.

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